«Sin duda hay que atribuir a mi gusto por el misterio el amor particular que le guardo a Sofía. Se vive y duerme en ella confortablemente, y ello se debe a su buena altitud. Pero me gusta Sofía por razones mucho menos sanas. Noche y día, uno paladea la ebriedad de la inseguridad; es como estar perpetuamente bajo la amenaza deliciosa de un vértigo. Me hace feliz, entre otras cosas, pasear por la gran calle que cruza el barrio gitano y que lleva directamente a la Macedonia búlgara. Uno siente una especie de voluptuosidad al recibir el aire frenético de los coches o de las motocicletas yendo a cien por hora hacia la jungla terrorista. ¿A quién acaban de secuestrar? ¿Qué mensaje de muerte transmitirán? Por no hablar de la satisfacción que produce acercarse a uno de esos simpáticos agentes de policía, ofrecerle un cigarrillo, darle un golpecito en el hombro y decirle, sin pensar siquiera que no entiende ni una palabra de tu idioma: "Eres un gran tipo, ¡no es culpa tuya que uno no pueda pasarlo bien en tu país!"»