La tesis de Nesic y Dauvé consiste en afirmar que ese desplazamiento, por el que seres desiguales aceptan o son obligados a tratarse como iguales, no es ni mucho menos exclusivo de la democracia, sino que es el presupuesto ideológico mismo del intercambio mercantil y la relación salarial. El capitalismo, explican, también se basa en la supuesta igualdad de lo que reúne, en el intercambio «libre» y «voluntario» de bienes y servicios, dinero y mercancías, tiempo y trabajo, y en la escenificación constante de la competencia entre partes que se relacionan en condiciones de una igualdad supuesta, abstracta, falaz. Esa es la continuidad entre el capitalismo como lógica de equivalencias y la democracia como mecanismo capaz de sublimar la diferencia social para repartir el poder, una y otra vez, de forma pacífica y simbólicamente efectiva. La democracia aparece así como la forma ideal del capitalismo, como el suplemento político que lo completa y refuerza, organizando la gestión y el aplacamiento de sus conflictos y diluyendo en la imagen del pueblo las desigualdades y la división política de los sujetos que supuestamente lo forman. Así funciona el argumento: un silogismo por el que la democracia se identifica con la esfera política, la política con la representación y la representación con la lógica capitalista de la separación entre política y economía, vida y trabajo, medios y fines, formas y contenidos. La democracia aparece entonces como el nombre propio de esa escisión fundamental, y significa a la vez un estado de cosas y el orden que las rige, una forma de gobierno y una lógica social. Ese es el nudo democrático que la crítica comunista se plantea deshacer.