La filosofía es un modo de ver la densidad de la realidad. Platón pensaba que la inteligencia podía ir subiendo desde las cosas más pequeñas hasta el gran mundo de las ideas. De esto trata este libro, de la filosofía de las pequeñas cosas, de una «filosofía zoom» que medita sobre esos acontecimientos pequeños, desde la altura de un sistema. O que construye un sistema a partir de la humildad de lo real.
Ahí están los reflejos de la luz en un vaso, el encanto de una mirada, la gracia de un movimiento. Son breves epifanías, instantes de belleza. Ortega, que también fue a ratos filósofo zoom reflexionó sobre el hecho de que nos saludemos dándonos la mano, sobre la existencia de soportales en las plazas antiguas, o sobre lo que significa el marco de un cuadro. Bergson dedicó un magnífico libro a estudiar la risa. Y Simone de Beauvoir recordaba el entusiasmo con que Sartre y ella oyeron contar a Raymond Aron que había una filosofía que consideraba importante meditar sobre un cóctel de albaricoque: la fenomenología.
¿Y si en las cosas pequeñas estuviera escondida la verdad de las grandes? ¿Las experiencias transcendentales pueden emerger en lo intranscendente? Un fenómeno cotidiano, como tener algo «en la punta de la lengua», revela los misterios de la memoria. San Agustín creía que el alma humana estaba inquieta porque «tenía en la punta de la lengua» a Dios y no acertaba con la palabra o con la experiencia. Y un gran filósofo francés, Vladimir Jankélévitch, escribió un libro titulado Le Je ne sais-quoi. Un tratado de filosofía mínima, sin duda, como lo es este libro, que pretende articular un sistema filosófico a partir de la fulguración de las pequeñas cosas.