Águeda ronda la treintena, está embarazada de ocho meses y vive sola en un piso amueblado con cajas de cartón. En su cara hace años que falta el ojo izquierdo. Tiene un novio casi perfecto y un padre al que no ve hace muchos años. Su vida es bastante monótona: trabaja de noche, duerme poco, habla menos y contiene su rabia como puede. Pero la rutina va a estallar por una llamada telefónica. La mujer decide, y así lo proclama desde la primera frase de la novela, que va a matar a su padre. No esperará a dar a luz ni piensa pedir ayuda, lo va a hacer sola y lo va a hacer ya. La historia transcurre en poco más de un día. Un viaje desesperado de Madrid a La Mancha, de una ciudad con las calles cubiertas por toneladas de basura al paisaje árido y descarnado de la meseta, en busca de un pasado lleno de violencia que culminará con el reencuentro a cara o cruz entre padre e hija. Una geografía absolutamente hostil –casas deshabitadas, lagunas vacías, prostíbulos en horas bajas, cementerios en obras y piedras, muchas piedras– es el escenario de un poderoso relato con tintes de drama rural en el que se citan el tremendismo, cierta estética de western y el fondo intemporal de la tragedia clásica.