Mi relación particular con esta extraña novelita que aquí prologo comenzó hace 32 años en la librería del Sr. Norman. Ourika, mostraba la portada, París, 1824. No había mención alguna del autor, el ejemplar estaba en muy mal estado, y no esperaba una gran recompensa por los cinco chelines, un dólar en ese entonces, que pagué por él. Si estuve dispuesto a pagar incluso eso fue por haber echado un vistazo a la primera frase. Una de las cosas que aprendí en esa librería es que me enloquece la narrativa, real o imaginaria. Se ha convertido para mí en la quintaesencia del arte del novelista, y me gustó la abrupta e inmediata inmersión en la historia de Ourika.
Sin embargo pensé que terminaría decepcionado, que me había hecho con una insípida nouvelle inscrita en la tradición Marmontel; una obra de moralidad didáctica teñida por un romanticismo diluido, una compra estéril incluso para alguien con mi testaruda actitud de urraca frente al coleccionismo de libros. Tomé el librito encuadernado con papel marmoleado verde y una parte con gastada piel negra, me fui a casa y me senté a corroborar mis temores. Mucho antes de terminarlo, sabía que me había topado con una pequeña obra maestra.
Lo releí casi de inmediato y lo he vuelto a hacer varias veces a lo largo de los años. Incluso, mi admiración por Ourika ha aumentado, y más de lo que pensaba. Elegí el nombre del héroe de mi novela La mujer del teniente francés con bastante libertad, o eso pensaba por aquel entonces. Me llevé una gran sorpresa, meses después de que mi manuscrito hubiera sido enviado a imprenta, cuando un día abrí Ourika y me di cuenta de que Charles también era el nombre del personaje principal masculino.
Me hizo pensar. Y aunque podría jurar que nunca tuve en mente la presencia africana de la propia Ourika cuando escribí La mujer del teniente francés, ahora estoy seguro, retrospectivamente, de que estuvo muy activa en mi inconsciente.
Extracto del prólogo de John Fowles