André Gide concibió este libro “al modo de los antiguos trípticos” – una pintura, como lo llama el propio autor, o un poema. Podría incluso decirse una profecía, por aquello de que los poetas son un poco profetas. Porque Gide, que escribió El regreso del hijo pródigo “para su alegría secreta” no sospechaba que se anticipaba al actual éxodo de los hijos no pródigos. El hijo de esta parábola regresa, pero ayuda al hermano menor a marchar a su vez para que, él al menos, no vuelva: “¡Vamos! Bésame, hermano mío: llevas contigo mis esperanzas. Sé fuerte. Olvídanos, olvídame. ¡Si puedes no regresar!...”
El regreso del hijo pródigo fue publicado en Francia por primera vez en “Vers et Proses” (marzo-mayo de 1907). Quedó allí sepultado hasta que lo resucitaron en forma de libro en 1948, precedido de “otros cinco tratados”. Nos sorprende que lo que el mismo autor llama una pintura sea considerado como un tratado, pero suponemos que esta clasificación simple se debe sobre todo al hecho de no saber cómo ni dónde colocar ciertas obras: por su contenido, por su lenguaje y/o por su extensión.
André Gide tiene una obra abundante y un Premio Nobel. Es uno de los personajes más peculiares y retorcidos de la literatura francesa contemporánea. La sinceridad y la lucidez de su Journal escandalizan aún a más de un puritano. Es también un hombre contradictorio y toda su obra se debate entre la sensualidad y el ascetismo. En El regreso del hijo pródigo creemos que vence la sensualidad.