Serendib, “descubrir por casualidad algo muy bello e inesperado”, fue el nombre con el que bautizaron a Sri Lanka los navegantes árabes que en los primeros siglos de nuestra Era arribaban a sus costas para comerciar con los ricos productos que la isla ofrecía: canela, clavo, pimienta, piedras preciosas, maderas nobles, elefantes y pavos reales.
Y todavía hoy, cuando no quedan shangri-las ni paraísos perdidos por descubrir, esta definición se antoja muy apropiada para muchos de los turistas que recalan en esta isla donde la mayoría queda maravillada sin esperárselo, porque Sri Lanka es un país precioso.
Si sus costas cuentan con algunas de las mejores playas tropicales del planeta, el interior no se queda atrás en cuanto a hermosura, en un ecosistema de junglas, donde viven los casi tres mil elefantes que aún quedan en libertad, y planicies con los restos de las capitales y monasterios medievales de los reinos budistas o las montañas de clima fresco favorable para el cultivo del excelente té de Ceilán.