A medida que se acerca el centenario del fallecimiento de Franz Kafka, las pocas páginas que publicó en vida aparecen como chispas que provocaron un gran incendio. Pero no un fuego destructivo; más bien una pura y alta llamarada que aún ilumina como un faro el ceniciento paisaje que se extiende a nuestro alrededor. En Hijos del naufragio, la figura de Franz Kafka proyecta su larga luminiscencia en el cerrado mundo de una nave de guerra, el famoso acorazado Potemkin, y en un entorno político tan maloliente como el soviético, cuando Stalin y Trotski pugnaban por alzarse con el poder. Varias decenas de personajes, teóricamente invitados por el gobierno soviético a ese improbable crucero, son proyectadas hasta nosotros desde la vida real de la época, o arrancados de obras literarias que entonces se escribieron, o caen de nuestros actuales anhelos y carencias, conviviendo de manera enérgica para configurar una larga cadena de sucesos, que en realidad son símbolos perturbadores. Poco a poco, estas gentes, estos navegantes de la vida, a los que impulsan fuerzas muy similares a las que hoy nos arrastran, en el agotamiento estéril de su lucha, irán descubriendo en Kafka ("un judío de Praga", tal vez el último de los últimos en la escala de valores soviética) no la oscuridad kafkiana, sino su luz interior; el resplandor espiritual capaz de dar sentido a su largo viaje hacia no saben dónde. Aquí no existe el absurdo porque la muerte siempre está cerca, como en la vida, y se presenta con sarcásticos tonos que llevan la máscara de la comedia encajada sobre el rostro. A veces nos hacen reír a mandíbula batiente, o sólo sonreír, pues nos retiramos hacia dentro de la comicidad, tal vez avergonzados.
Hijos del naufragio recibió el Premio Ciudad de Badajoz de Novela, 2019.