Cuando la llamada LGBTI no había logrado aún perfilarse como género temático, ni los homosexuales soñaban tan siquiera con tener una identidad pública, La confusión de los sentimientos formaba, junto con Maurice y La máscara de carne, uno de los espejos ficcionales donde los homófilos más o menos cultivados corrían a reconocerse.
Escrita por uno de los autores que mejor han retratado las paradojas y avatares de la vieja respetabilidad burguesa, La
confusión de los sentimientos deja de lado el esteticismo andrógino de Muerte en Venecia, y las ambigüedades sadomasoquistas de El joven Törles —por citar dos clásicos ejemplos centroeuropeos de novelas recuperadas como homófilas—,
para internarse en las angustias y bloqueos creadores de un intelectual homófilo de los dorados veinte, cuyo enigma rememora con ribetes entre añorantes y lombrosianos su ya anciano discípulo.