Esta es la primera vez que publicamos en La sonrisa vertical una narración sobre una de las facetas del erotismo más oscuras, más delicadas y más difíciles de transmitir sin caer en lo escabroso: la necrofilia.
Lo curioso es que haya sido una mujer, Gabrielle Wittkop, la que haya sabido como pocos ahondar en el alma de un necrófilo, y lo ha hecho de la única forma en que semejante tema permite ser tratado: elevándolo, mediante su escritura de auténtica creadora, a categoría literaria sin por ello eludir la crudeza que conlleva. Publicado por primera vez en 1972 por la gran editora francesa de libros eróticos Régine Deforges, El necrófilo se agotó rápidamente y permaneció inencontrable hasta que ella misma volviera a relanzarlo en 1990, convencida de que «es uno de los textos más inquietantes de la literatura contemporánea».
Un anticuario, acostumbrado a vivir entre objetos vetustos, cuenta en forma de diario un año de sus sombríos encuentros con Henri, Suzanne, Teresa y otros muchos seres anónimos. Son jóvenes o viejos, fáciles de poseer o rebeldes. Pero todos tienen algo en común: la misma piel cetrina todavía algo tersa, el mismo color de cera, los mismos ojos entornados, los mismos labios mudos, el mismo olor a polilla y el mismo sexo glacial. Porque es a los muertos a quienes ama, a quienes desea. Goza de los encantos en putrefacción de cadáveres robados de sus sepulturas y adorados en la penumbra de una habitación cuyas cortinas permanecen siempre corridas. Pero no es un ser solitario, también se relaciona con otros necrófilos y comparte con ellos sus impresiones acerca de sus gustos y vivencias. Pero el suyo es un placer peligroso, un juego prohibido, maldito. Un día, durante un viaje a Nápoles, todo parece detenerse para él...