La primera mitad del siglo XVIII conoció la apoteosis de la revolución científica y de la filosofía natural de Isaac Newton. Los científicos de la Sociedad Real de Londres y de la Academia de Ciencias de París inundaban Europa con la nueva visión experimental y mecánico-corpuscular de la naturaleza. Las viejas filosofías clásicas, el platonismo y el aristotelismo, estaban desajustadas respecto a este mundo floreciente del conocimiento científico, mientras que la filosofía mecanicista de Descartes, con su insistencia en la materia y movimiento como los constituyentes básicos de la naturaleza, se antojaba a los espíritus piadosos anglosajones como la antesala del materialismo ateo. George Berkeley (1685-1753), irlandés, anglicano y obispo de Cloyne, se propuso la tarea de analizar el conocimiento humano para dar cuenta tanto de su carácter empírico, puesto de manifiesto por las tendencias experimentales contemporáneas, como de su independencia del credo materialista al que tan proclive parecía, merced a las doctrinas mecanicistas y corpuscularistas. En el Tratado sobre los principios del conocimiento humano, haciendo alarde de una notable penetración analítica en el sentido filosófico de nuestro siglo, sometió a crítica la idea de substancia, la de existencia del mundo externo, las ideas geométricas y en general todo intento de hipostasiar en realidades los conceptos abstractos.