Si el género humano vislumbra en algún momento, entre sus nieblas, algo parecido a la felicidad o tiene conciencia de que existe, es en la infancia. Pero en la infancia primera. A los ocho o nueve años se estropea todo y ya, salvo horas sueltas, todo irá a peor. En la infancia primera somos inmortales como los dioses, invulnerables como los héroes, irresponsables como los príncipes terrenos, no tenemos pasado y somos eternos un tiempo muy breve que en nuestra memoria parece interminable. Después de esa eternidad humana que todos hemos conocido, tenemos conciencia de la muerte, de nuestra fragilidad, de nuestra responsabilidad y todo se precipita: buscamos refugio y protección, y el resto de la vida se nos va en pedir socorro para que nos devuelvan la inmortalidad perdida.
Si esto es así, como es probable que lo sea, la imagen de la infancia que tenemos en nuestra memoria es tan mítica como la idea misma del paraíso. Pero también es verdad que no tenemos otra. El pasado -la infancia mucho más- gana al ser recuerdo modificado de otro recuerdo y ser -mucho más cuanto más se aleja- un ideal del que se ha ido desprendiendo todo lo malo y detestable que cualquier momento de la vida tiene, incluida la infancia.
Con los recuerdos se recrea un mundo que existió realmente, pero de otra manera. Un mundo que no es sólo nuestro sino de otros muchos, que queremos dejar vivo para sentirnos un poco más seguros e inmortales.